VOCES
por Noah D. Fabricant *
Las enfermedades y la muerte de Enrico Caruso
La fama de Enrico Caruso (1873-1921), el más grande tenor dramático de las dos primeras
décadas del siglo XX, conquistó alturas tan universales a lo largo de su vida que hasta los
que no estaban interesados en la ópera conocieron su nombre. Hoy, 90 años después de su
muerte,
Caruso sigue haciendo las delicias de los amantes de la música en el mundo entero,
gracias al rico legado que nos dejó en sus discos de fonógrafo.
Hay mucha gente que todavía sigue creyendo que, cuando echó sangre por la boca durante una
actuación en público el 11 de diciembre de 1920, aquella hemorragia era precursora de un cáncer,
según unos localizado en la laringe, y según otros en la lengua o en los pulmones. Tal fue el tema
dramático de una película realizada hace unos cuantos años con una orientación errónea, bajo el título
de El Gran Caruso [The Great Caruso, de 1951; dirigida por Richard Thorpe y estelarizada por Mario
Lanza; basada en un guión de William Ludwig a partir del libro Biography of Her Husband, de Dorothy
Caruso]. La verdad es que los datos médicos que tenemos sobre la última enfermedad y muerte de
Caruso distan mucho de la leyenda popular.
Enrico Caruso nació en Nápoles, Italia, el 27 de febrero de 1873. Fue rico la mayor parte de su vida
y era un hombre sencillo, a quien encantaba la paz. Medía 1.75 metros de estatura, pesaba unos 80
kilos, y solía perder temporalmente cerca de kilo y medio después de una actuación en las tablas. Entre
sus hábitos personales estaba el de fumar constantemente cigarrillos egipcios, pero no comía mucho.
Cuando cantaba ópera se cambiaba de camisa en los entreactos y se perfumaba con agua de colonia
mientras se ponía otra ropa. La noche antes de cantar solía tomarse medio frasco de magnesio en polvo
Henri con agua, antes de acostarse para dormir ocho horas.
“Enrico no cantaba cuando estaba en el baño —nos dice Dorothy, su joven esposa norteamericana—.
Después de la inhalación, que le llevaba media hora, colocaba un espejo contra la ventana, abría
ampliamente la boca y se metía un pequeño espéculo de dentista hasta la garganta, para examinarse en
el reflejo las cuerdas vocales. Si las veía demasiado rojas, se las pintaba con una solución especial. El
doctor Holbrook Curtis siempre le trató la nariz y la garganta, pero Enrico se cuidaba personalmente las
cuerdas vocales.
”Se ha dicho muchas veces que Caruso no estaba nervioso cuando cantaba —continúa la señora
Caruso—. Esto es completamente falso. Siempre se ponía tremendamente nervioso, y no trataba de
disimularlo. Él mismo decía: ‘Claro que estoy nervioso. Cada vez que canto me parece como si alguien
estuviese esperándome para destrozarme, y tengo que luchar como un toro para defenderme. El artista
que alardea de no estar nunca nervioso no es artista; es un embustero o está loco’.”
En septiembre de 1919 Caruso tenía un contrato para presentarse en México para una temporada de
ópera, al precio más alto que se haya pagado jamás a un cantante: $15 mil dólares por actuación. Su
mujer no lo acompañó porque estaba próxima dar a luz. Caruso venía padeciendo fuertes dolores de
cabeza desde hacía años, y en México se le agudizaron.
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La laringitis, este riesgo que persigue al cantante en el ejercicio
de su profesión, constituye muchas veces una amenaza para
el que se empeñe, por ser fiel a la tradición teatral, en “seguir
adelante por encima de todo”. Forzar la voz con una laringe
inflamada y congestionada recrudece y agudiza la molestia, y
hasta puede conducir al cantante a adoptar una técnica contra
la naturaleza, que puede trastornarle las cuerdas vocales. Por
otra parte, la nerviosidad puede hacer estragos en la voz,
perturbando el ritmo respiratorio, tensando las cuerdas vocales
y hasta secando las membranas mucosas de las que depende la
buena emisión de la voz.
El 19 de octubre de 1919 Caruso cantó Sansón en la Plaza de
Toros. Se puso un poco de bálsamo de Bengué en la nariz, se
frotó con él toda la cabeza y el cuello y, sin probar antes su
voz, salió a cantar. Con gran sorpresa suya, “todo salió muy
bien al fin”.
A fines de abril de 1920, zarpó Caruso rumbo a Cuba para una
temporada de dos meses de ópera en La Habana. Después,
inició la temporada de ópera en Estados Unidos en el otoño
de 1920, con gran cansancio y en un estado de agotamiento
considerable. Acababa una de las giras más largas y duras de
su vida: en el periodo de un mes había cantado en Montreal,
Toronto, Chicago, St. Paul, Denver, Omaha, Tulsa, Fort Worth,
Houston, Charlotte y Norfolk. En el viaje de Montreal a
Toronto pescó un resfriado que le duró toda la gira.
Regresó a Nueva York a fines de octubre, muy fatigado. La
gira había sido más dura todavía de lo que sospechara él al
principio, y su infección respiratoria le bajó hasta el pecho, en
lugar de desaparecer. En aquel estado, no podía conciliar el
sueño, hasta que por fin decidió ver a su médico.
“No sé quien le recomendaría a este doctor H. —comenta la
señora Caruso—. Enrico había consultado a especialistas,
quiroprácticos y osteópatas, así como a médicos corrientes, pero
ninguno logró averiguar cuál era la causa de sus jaquecas. Por
algún motivo que él sólo se sabía, creería que el doctor H. iba a
acertarle.”
La señora Caruso sospechaba mucho del talento de dicho facultativo:
“He sido testigo de los remedios
ridículos que dio a Enrico el año antes de que le viniesen las jaquecas. Estos tratamientos consistían
en acostarlo en una cama de metal, colocarle láminas de cinc en el estómago, y encima saquitos de
arena. Entonces hacía pasar una corriente eléctrica por las planchas, y el temblor espasmódico de
los sacos le producían, según él decía, un masaje enérgico, con el cual le reducía la gordura y se le
curaban los dolores de cabeza. Luego era metido en un gabinete eléctrico y deshidratado. Cuando
terminaba el tratamiento, pesaba unas cuantas libras menos... que volvía a ganar en cuanto llegaba
a casa, bebiéndose litros de agua. Naturalmente, le siguieron las jaquecas. Como era inútil que
tratase de disuadirlo de que fuese a consultar a este médico, no le expresé mi escepticismo ni le puse
dificultades cuando, un día crudo de noviembre, volvió al mismo doctor H. para que le aplicase, para
el catarro de pecho, el tratamiento que hasta entonces le diera para los dolores de cabeza”.
A principios de diciembre, Caruso se enfrió mientras daba una vuelta en coche por el parque. En
lugar de volver a casa, se empeñó en ver a su médico, quien le prescribió para el resfriado el mismo
tratamiento que para las jaquecas. Aquella noche se quejó de un dolor vago en el lado izquierdo
del pecho, y empezó a toser. Para la mañana siguiente tenía en programa Pagliacci, y aunque iba
empeorando cada día su tos, se empeñó en cantar. Cuando empezaba a atacar el Si agudo del aria
‘Vesti la giubba’, se le quebró la voz. Entonces, al acercarse tambaleándose a los bastidores, cayó el
telón para interrumpir la representación.
pro ópera 49
“Ha sido sólo un dolor en el costado”, explicó Caruso. Cuando llegó el doctor H., le aplicó tiras de tela
adhesiva al pecho y le dijo: “No es nada serio, sólo un pequeño ataque de neuralgia intercostal. Puede
continuar ya”.
Tres días después, Caruso apareció ante el público para interpretar L’elisir d’amore en la Academia de
Música de Brooklyn. Su médico le dijo que estaba bastante bien para cantar. Antes de la representación,
la señora Caruso observó que el agua que utilizaba para enjuagarse la boca estaba teñida de color rosa,
que después se convirtió en rojo. Mientras cantaba la primera aria, empezó a aparecer sangre de rojo
vivo en la pechera de su camisa. Desde bastidores un empleado le pasó una toalla. Caruso la tomó en sus
manos, se limpió los labios y siguió cantando. Le pasaron varias toallas, pero por fin, cuando terminó el
aria, hubo de abandonar la representación. El doctor H. comentaba: “Se le ha roto una venilla de la base
de la lengua”.
Por primera vez en su vida, Caruso no protestó cuando suspendieron el espectáculo. El día siguiente
estaba mejor y se negó a quedarse en cama. Su médico insistía en que no era más que una neuralgia
intercostal, y para aliviar el dolor que sentía el paciente, le aplicó más tela adhesiva al pecho. El 13 y
el 16 de diciembre, todavía envuelto “en un corsé de esparadrapo tan duro como una cota de malla”,
retornó a sus actuaciones corrientes. El 21 de diciembre tenía que volver a cantar L’elisir d’amore, pero
aquella mañana se le agudizó de tal manera el dolor que la señora Caruso mandó a buscar al doctor
H. El médico le cambió la tela adhesiva y aseguró a ambos que si descansaba tres días, podía estar
bastante bien para su actuación de vísperas de Navidad, en que tenía que cantar La Juive. Aquélla iba
a ser la última actuación de su larga carrera artística, durante la cual había aparecido 607 veces en el
Metropolitan Opera House.
Se estaba Caruso bañando la mañana de Navidad cuando, de repente, pegó un grito. El dolor que sintió
fue tan intenso que perdió el sentido y hubo de ser trasladado hasta la cama. El médico del hotel, doctor
Francis Murray, fue llamado inmediatamente. Le administró un narcótico. Poco a poco fueron cediendo
sus gritos. Como no encontraron al médico a cuya presencia, por cierto, se oponía la señora Caruso, se
llamó a un famoso internista de Nueva York, el doctor Evan Evans. Su diagnóstico fue “pleuresía aguda,
que probablemente se convierta en neumonía”. La junta de médicos que celebró al día siguiente con
otros tres facultativos resultó en completo acuerdo. En unos cuantos días, se cultivó en los laboratorios
de la Columbia University un microorganismo de neumococos, extraído del esputo del tenor.
Tres días después, según refiere la señora Caruso, su rostro “se puso de repente de color pizarra, y
empezó a jadear con estertor”. Padecía disnea intensa y estaba de color cianótico. Uno de sus médicos,
el doctor Antonio Stella, penetró en la habitación por casualidad, en el preciso momento en que
principió el agravamiento. Sacando precipitadamente una aguja aspiradora de su maletín, se la clavó en
la espalda para aliviarle la dificultad respiratoria.
Cuando salió el fluido, Caruso empezó a respirar con
libertad.
Los médicos que asistían al paciente resolvieron que había que operarlo para evitar que se repitiese
aquel ataque peligroso. Se llamó al doctor John F. Erdmann, eminente profesor de cirugía de la
Universidad de Columbia. La suite que tenía Caruso en el Vanderbilt se transformó en un momento
en quirófano. Se le extrajo al paciente una gran cantidad de líquido, que le brotó con gran fuerza de la
incisión intercostal, y se le insertó un drenaje entre las costillas.
Dos días después la temperatura de Caruso era normal y no tenía dolor. Tras unas semanas de mejoría
y optimismo creciente, se despertó Caruso a primeras horas de una mañana de febrero con fiebre alta.
Por la noche le había subido a 40 grados. Los doctores se reunieron de nuevo, y uno de ellos dijo: “El
drenaje está mal puesto. El doctor Erdmann tiene que volverle a operar mañana”.
El 12 de febrero de 1921 el doctor Erdmann le quitaba más de diez centímetros de costilla. “Cuando se
le abrió el pecho —comentó el cirujano—, salió el pus más hediondo que he visto y olido en mi vida”.
Durante diez días, el estado general de Caruso fue muy débil, pero logró reponerse lo suficiente para que
se le pudiesen hacer radiografías del pecho. En ellas se apreciaba “que se le había contraído el pulmón
izquierdo”.
Durante la parte primera de su convalescencia, Caruso se quejó de parestesia en la mano derecha: “¿Qué
me pasa en los dedos? —preguntó a los médicos—. Siento como en los pies cuando se me quedan
dormidos”. La atrofia visible de los músculos de la mano siguió a la aparición de esta sensación. El
pulgar y el índice se le debilitaron, con lo cual le resultaba difícil escribir. Aunque no se han encontrado
datos de un reconocimiento neurológico de Caruso, puede suponerse que le lesionaron de alguna
“El 19 de
octubre de 1919
Caruso cantó
Sansón en la
Plaza de Toros
de México.
Se puso un poco
de bálsamo
de Bengué en la
nariz, se frotó con
gel toda la cabeza
y el cuello y, sin
probar antes
su voz, salió a
cantar. Con gran
sorpresa suya,
“todo salió
muy bien al fin”
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manera, acaso mientras estaba bajo los efectos de la anestesia,
el plexo braquial, o sea, la intrincada cadena nerviosa
localizada en la axila.
“Y después, una tarde —escribe la señora Caruso— la
enfermera apareció en la puerta con un termómetro en la
mano... ‘¿Cuánto?’ Le pregunté. ‘Treinta y ocho con seis’.
Llamé a los médicos.” El examen que le hizo el doctor
Erdmann descubrió que se le había formado un absceso
profundo entre la cadera y las costillas. Se le practicó una
incisión en el absceso del flanco izquierdo y se le dejó un
drenaje, esta vez con anestesia general.
En total, se le habían abierto cinco abscesos en la misma
zona general, y se le habían administrado dos transfusiones
de sangre. Aunque Caruso mejoró notablemente después
de las transfusiones, se preocupó mucho por otros posibles
efectos. “Ya no tengo sangre italiana pura —decía—. ¿Qué
soy ahora?”
El mes de mayo de 1921, la familia Caruso se embarcó rumbo
a Italia, previo consentimiento de los médicos que lo atendían,
y allí se proponía pasar un largo periodo de recuperación. El
día antes de partir,
Caruso salió a dar una vuelta en coche,
deteniéndose a pagar una cuenta de última hora, la de sus
radiografías. En la oficina del radiólogo, una de las placas
fotográficas reveló que le faltaban diez centímetros de
costilla. Caruso se quedó horrorizado. Quitarle un pedazo de
costilla equivalía, según la opinión general de entonces, a la
desaparición de su voz. Profundamente deprimido, no quiso
seguir dando su vuelta en coche y regresó al apartamento.
Dijo a su acompañante que no se molestase en empaquetar la
música. Ya no iba a poder cantar más, dijo. Así de triste fue su
adiós a Estados Unidos.
Una vez en Italia, los Caruso tomaron una suite en el hotel
Vittoria de Sorrento, desde el cual se dominaba el panorama de
la Bahía de Nápoles. Allí descansaron y se dedicaron a la natación. El tenor recibió en aquella localidad
un tratamiento fisioterapéutico para su mano derecha. La fisioterapia consistía en sumergir el brazo
en un recipiente lleno de barro caliente que le traían todas las mañanas de Agnano en el barco. Caruso
ganó peso y se sintió mejor en general. Un día hasta llegó a cantar, un poco distraídamente, durante una
audición informal para un muchacho.
A fines de julio, al volver la señora Caruso de la playa una tarde, encontró a su marido con un viejo
médico que había asistido a la madre de Caruso en su última enfermedad. Estaba reconociéndole una
zona pequeña que no acababa de sanar, en la cicatriz de la última incisión que se le practicó. Al día
siguiente por la mañana, el tenor tenía una temperatura de treinta y ocho grados y tres décimas.
Los doctores Bastianelli, Raffaele (cirujano) y Giuseppe (internista) fueron llamados a Roma. Ambos
eran maestros veteranos de la Facultad de Medicina de Roma y estaban casados con sendas mujeres
norteamericanas. La señora Caruso vio el cielo abierto al encontrarse con doctores a los cuales podía
contar detalladamente la historia médica de su marido en inglés.
Los médicos no estuvieron conformes con el relato que hizo la señora Caruso del papel que
desempeñaron los médicos en la última enfermedad de su marido, y resolvieron no hacer declaración
alguna sobre el caso. Lo que decimos a continuación está basado en los comentarios de la señora Caruso
y en las crónicas periodísticas de la época. Uno de ellos, asegura la señora Caruso, le dijo: “A su marido
hay que extirparle un riñón... Tiene que venir a nuestra clínica en Roma para operarse”. Los médicos
creían que el cantante tenía un absceso perirrenal, que probablemente le afectaba el riñón izquierdo, y
que era mejor extraerle dicho riñón.
Se hicieron preparativos para el viaje a Nápoles, en barco, y en tren a Roma. Caruso llegó a Nápoles,
“Enrico se cuidaba personalmente sus cuerdas vocales”
pro ópera 51
su ciudad natal, el 31 de julio de 1921, para
no salir más de ella. La mañana del 1 de
agosto, festividad napolitana, se le declaró
un dolor terrible y cayó gravemente enfermo.
Era difícil dar con ningún médico, y sólo
después de bastantes horas llegó uno a su hotel,
administrándole narcóticos para aliviarle de
aquella tortura intolerable y prestándole otros
servicios médicos necesarios.
Se llamó entonces a consulta a varios médicos,
los cuales dictaminaron que Caruso tenía
un absceso subdiafragmático, complicado
con peritonitis. No recomendaron que se le
operase; al menos, no se le practicó operación
alguna. La señora Caruso hace estos amargos
comentarios sobre los médicos de Nápoles:
“Su ignorancia del caso y la fama del paciente
los asustaron tanto que no se atrevieron a
asumir la responsabilidad de una operación de
emergencia”.
En las primeras horas de la mañana del 2 de
agosto de 1921, moría Enrico Caruso.
Puede
suponerse que no se le hizo autopsia. Vistas las
cosas a varias décadas de distancia, parece lo
más probable que Caruso debió tener neumonía,
empiema (o sea, acumulación de pus) en la
pleura, numerosos abscesos satélites en los
tejidos y en los músculos del lado izquierdo del
pecho, un absceso subdiafragmático, otro del
riñón y, finalmente, peritonitis general.
Si del caso de Caruso puede sacarse una
moraleja médica, es ésta: de cuando en cuando
ocurre que las personas célebres se encuentran
con dificultades para conseguirse una buena
atención médica porque tienden a llamar a
médicos de moda, que no siempre son los más
competentes. Puede afirmarse que, en general,
a Caruso se le proporcionó asistencia médica
incompetente, y que él flirteó con médicos poco
brillantes en numerosas ocasiones, durante el
último año de su vida.
Haciendo justicia a los médicos, diremos que Caruso parece haber tenido primordialmente un tipo de
infección sumamente resistente, que afectó a una zona del cuerpo en la que era difícil practicársele un
buen drenaje quirúrgico.
Si Enrico Caruso hubiese vivido en nuestros tiempos, los antibióticos y las sulfonamidas habrían acabado
en menos de una semana con su infección original, y su voz de oro habría continuado arrobando a sus
oyentes muchos años más.
*
Agradecemos al Dr. Miguel Guzmán Peredo por la transcripción de este capítulo sobre Enrico
Caruso, tomado del libro 13 pacientes famosos, escrito por el Dr. Noah D. Fabricant, y editado
en México, en 1961, por Editorial Diana, S. A. El título del capítulo es “El último año de Enrico
Caruso”, donde quedan descritos los diversos padecimientos que el célebre tenor napolitano
presentó desde 1919 hasta 1921, año de su fallecimiento. Guzmán Peredo es médico cirujano
egresado de la Facultad de Medicina de la UNAM, fundador y director general del Grupo
Enológico Mexicano y autor de más de 15 libros publicados.
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