En esta época electrónica, de solistas y grupos en armónico dialogo con los estridentes instrumentos computarizados, de novedosos géneros musicales que tanto gusta y disfruta la juventud de hoy, de galas, discotecas y conciertos a cielo abierto, es difícil imaginar los tiempos de oro de la ópera cuando La Habana era la Meca latinoamericana de los cantantes líricos más famosos del mundo.
Hace un siglo, en plena danza de los millones, los habaneros tenían una especial predilección por la ópera y anhelaban que Enrico Caruso, el mejor tenor de todos los tiempos, cantara en nuestra capital. A principios de 1920, el empresario Adolfo Bracale hizo realidad ese sueño y contrató a Caruso por la fabulosa suma de $ 90 000 dólares por nueve presentaciones en el Teatro Nacional de Cuba. Era la cifra más alta que había recibido en el mundo un artista del canto.
El mimado tenor llegó a La Habana el miércoles 5 de mayo de 1920 a bordo del vapor Miami acompañado de la soprano María Barrientos, el barítono Ricardo Strachiari, el director musical Salvatore Bucito, su secretario Bruno Zirato, su valet Mario Fantini y varios artistas más. Fueron recibidos por un representante de Presidente de la República, el empresario Adolfo Bracale, la contralto Gabriella Benzanzoni y una gran parte de los italianos residentes en La Habana, mientras la Banda Municipal habanera tocaba la famosa aria “Vesti la giubba” de la ópera Pagliacci, la preferida de Caruso.
Después de acomodarse en el hotel Sevilla y visitar el Teatro Nacional donde cantaría, fue recibido en audiencia especial por el presidente Mario García Menocal.
En los días siguientes las autoridades y la burguesía habanera lo halagaron con fastuosas recepciones, regalos y paseos.
Caruso y su compañía debutó en el Teatro Nacional el miércoles 12 de mayo con la opera Martha. En las siguientes funciones interpretaron las obras Elixir de Amor, Tosca, Los Payasos y Carmen. Prolongados aplausos y la admiración del auditorio como nunca antes se había visto, fueron muestras de cómo lo aceptaron en La Habana. Las largas colas para comprar las entradas sobrepasaban con creces la capacidad del teatro y los que no tuvieron la suerte de alcanzar un billete para una luneta o el gallinero se contentaron con ver y aplaudir al divo cuando entraba o salía del teatro y a veces él los deleitaba cantando a capela un pedazo del aria que iba a representar.
El domingo 13 de junio se puso en escena la opera “Aida”, la más famosa y espectacular de las obras del compositor Giuseppe Verdi. La gala comenzó por la tarde a teatro lleno y un escenario majestuosamente decorado. Los artistas, luciendo atuendos fastuosos, dieron lo mejor de si a un público entendido que los ovacionaba delirantemente al terminar cada interpretación. En el segundo acto, cuando las cantantes Gabriela Bezanzoni y Maria Luisa Escobar cantaban el dúo de Aida y Amneris y Caruso se prepara en el camerino para entrar en escena, se produjo la explosión de una bomba que dañó el escenario y provocó el pánico entre los artistas y espectadores y la rápida huída del teatro.
El suceso sorprendió a los reporteros que disfrutaban del habitual descanso dominical y llegaron cuando ya se había marchado Caruso y los que se encontraban dentro en el momento de la explosión.
Cada periodista se las arregló como pudo y tomaron nota de las versiones, no siempre fidedignas, que dieron los vecinos, la policía y los curiosos que rondaban por allí y con ellas redactaron la noticia que acaparó la primera plana de los diarios y fue transmitida por cable a todo el mundo.
Las informaciones que publicaron los diarios y las agencias de noticias concuerdan que fue una bomba de gran poder colocada en los servicios sanitarios del último piso del teatro, hirió a seis personas de gravedad y más de cien recibieron contusiones a causa de la desbandada que se produjo. Aunque también se publicó que se trataba de un insignificante niple que produjo más ruido que nueces.
El motivo del atentado lo aclara Eduardo Robreño en su libro “Como me lo contaron, te lo cuanto”. No se trataba de una agresión a Caruso, ni a los artistas que lo acompañaban, sino de “un viejo pleito laboral que sostenía el gremio de empleados de ese teatro (en su mayoría anarquista) contra la Comisión de Inmuebles del Centro Gallego, que administraba dicho Coliseo”.
¿Quién puso la bomba? El propio Robreño escribió: “Un chiquillo que vendía periódicos en la esquina de Neptuno y Prado, le dieron, el domingo por la tarde, dos pesetas, a cambio de que colocase cierto “paquetico” en tan inodoro lugar. Y continuó el escritor: “el entonces vendedor de periódicos llegó a titularse de Bachiller y doctor en Pedagogía. Mas tarde entró en la política del país, como Representante a la Cámara y Ministro de Educación durante el gobierno de Grau San Martín. Se llamaba Luís Pérez Espinos”
Sobre lo que hizo Caruso cuando explotó la bomba se publicaron distintas versiones. La más generalizada es que él estaba en su camerino cuando ocurrió la explosión y salio rápidamente para ver lo que ocurría. Rodolfo Bracale, temiendo que hubiera otra bomba, lo convenció para salir inmediatamente del teatro y, con el ropaje de Radamés puesto, salieron caminando por el paseo del Prado, escoltado por algunos cantantes, amigos y policías hasta el hotel Sevilla. Otras escribieron que había marchado en el auto de una amiga o que al oír la explosión salió corriendo por la calle y un policía que no conocía al famoso divo, ni tampoco de operas, lo llevó preso a la estación acusado de desorden público por estar disfrazado de mujer, maquillado y adornado con collares y aretes, rescatándolo el embajador de Italia.
No se dieron mas funciones en La Habana y en la mañana del martes 15 de junio, Caruso y la compañía de opera salieron para Santa Clara en un vagón especial que fue agregado al tren normal. Los habaneros lo acompañaron hasta el andén y le tributaron una gran despedida. La noche del jueves 17 cantó en el Teatro La Caridad, el sábado en el teatro Terry de Cienfuegos, y regresó al día siguiente a la capital. El miércoles 23 viajó a Nueva York lleno de gloria, de dinero y con el recuerdo del susto más grande y comentado de su gran trayectoria.
Enrique Colominas era uno de los más afamados fotógrafos de La Habana. Colaboraba en las revistas El Fígaro y Blanco y Negro de Madrid y tenia su galería en la calle de San Rafael número 32. El empresario Bracale lo contrató para hacer un álbum con las fotografías de los homenajes y festejos que le tributaron a Caruso. El fotógrafo se haló los pelos cuando supo que había estallado la bomba en el Teatro, porque fue la única función a la que no asistió y no por culpa de él. Bracales le pidió que se quedara en el laboratorio para adelantar la impresión de las fotografías. Colominas también le hizo al cantante unos retratos exclusivos que fueron publicadas en varias revistas, además de venderlas en su establecimiento o en los kioscos de La Habana.
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